Una larga espera
Fue el abogado Hernán Fernández el primero en hablarme de Franz Baar e Ingrid Szurgelies. “Si quieres escribir un libro sobre Colonia Dignidad, deberías conocerlos”, me dijo en nuestro primer encuentro, hace ya más de un año. Fernández, que desde 1996 defiende a las víctimas de Paul Schäfer y del resto de jerarcas del enclave alemán, me dibujó en un trozo de papel un mapa para encontrarlos en Chiloé. Como no tenían teléfono, había que llegar primero hasta un destacamento policial para ahí avisarles por radio que tenían visita. En ese entonces, la pareja de ex colonos vivía en un pequeño terreno que habían comprado con parte de la pensión alemana de los padres de Ingrid y una pequeña ‘compensación’ que les dio la Colonia. “Para simular que habían cumplido, después de la querella les entregaron una especie de indemnización, en total 400 mil pesos cada uno. Fue el único dinero que recibieron después de cuarenta años trabajando”, cuenta Fernández.
Franz, Ingrid y los padres de ella (Walter Szurgelies y Mathilde Selent, de 74 y 76 años en esa época) se habían fugado de la Colonia en el año 2003, con ayuda de Fernández y de Heinz Kuhn, otro ex colono que dejó el predio en los años setenta. Kuhn, al que visité en Los Angeles, me mostró la carta manuscrita que Franz había enviado, a través de un campesino, al jefe de investigaciones de la policía de San Carlos: “Mi nombre es Franz Baar, chileno. Nosotros somos cuatro personas, estamos gritando a ustedes: líbranos de las manos negras de Villa Baviera. Nuestras vidas están en un gran peligro. Este grito es para todas las autoridades de defender y salvar nuestras vidas. Les pido urgentemente hagan este asalto el sábado 29 del 3, en la madrugada, sin decir nada. Cuando ustedes llegan a la entrada de Villa Baviera, son órdenes y van directamente a la lechería, y ponen alrededor los guardias para que no entre ningún alemán”. La fuga tuvo lugar en abril, y no en marzo como pedía Franz: entró la policía en un furgón y una camioneta y llegó hasta la lechería de Villa Baviera, donde hacía días dormían los cuatro, esperando que los rescataran.
Ésa no fue la última carta de Franz pidiendo ayuda: en el patio de la casa de Chiloé, nos leyó en voz alta un largo texto destinado al gobierno alemán en el que explicaba la situación en la que se encontraban y en el que pedía ayuda: sin apenas dinero ni apoyo estatal chileno, su situación económica era crítica. Más adelante, Franz no ha dudado en escribir también Ricardo Lagos, cuando era presidente, o a Amnistía Internacional.
Si bien los padres de Ingrid se marcharon inmediatamente a Alemania tras la fuga, Franz e Ingrid decidieron quedarse en Chile. Franz, siendo chileno (nació como Francisco Morales Norambuena en 1954, en Tabancura, y a los diez años ingresó a la Colonia), pensó que el gobierno los respaldaría de alguna forma. Lo único que querían (y quieren) era establecerse en un campo, cultivar la tierra y trabajar. Pero el regreso al ‘mundo normal’ no ha sido fácil para ellos. Después de casi cuatro años viviendo fuera de la Colonia, el matrimonio ha peregrinado por distintos lugares del Sur con muy poca suerte.
Primero vivieron en un fundo de agroturismo, como inquilinos, trabajando para el matrimonio Kompatzki. La relación se deterioró muy rápido. “No nos pagaban nada, nada”, cuenta Ingrid. “Yo le dije a la mujer: ‘Usted no es mejor que Paul Schäfer’. Y ella me contestó que ella era peor, y que no nos podía dar más de lo que ya nos había dado. Nos hicieron trabajar y nos dieron algo de comida, pero nada más. Un día, estaba en el huerto, sola porque Franz había tenido que ir a Santiago, y recogí unas frambuesas. No me pagaban así que no podía comprar fruta y además era un huerto que yo cultivaba. Y llegó él y me dijo: ‘No quiero que las toques’. Ahí ya fue mucho y saqué mis cosas de la casa, para irme”, cuenta Ingrid escandalizada. “Salimos de allí el 17 de diciembre del 2005, cuando Franz regresó. Parece que los jefes son malos en todos lados, siempre se aprovechan, ¿no?”.
Así llegaron al terreno de Chiloé. Una casa de cartón, madera y plástico, donde no había agua corriente y donde les cortaban la electricidad por falta de pago. Antes de sentarnos a comer en una mesa improvisada con un par de tablones, en el patio, entre los pavos y conejos que criaban, Franz recomendó a todos lavarse muy bien: “Aquí hay jaboncito, a lavarse las manitos, por favor. Yo no tengo llave, pero saqué esta palangana de agua”. A pesar de la falta de agua, idearon un efectivo sistema de riego que convertía el huerto en un jardín casi escultórico. En la entrada, un letrero tallado en madera advertía: “Se ruega no entrar para evitar infecciones”. Franz lo explicó riendo: “Parece otra cosa, parece que si uno entra aquí corre peligro. Pero esto no es la Colonia, sólo es para que la gente sin permiso no traiga infecciones a mi campo. Pueden traerlas en los zapatos, pueden haber pisado terrenos donde se ha fumigado. Y yo cuido mucho la tierra, los productos, las plantas”.
Peregrinaje por el Sur
Después de casi cuarenta años de trabajo de esclavos en la Colonia, de recibir ingestas de fármacos y golpizas, en el mundo exterior Franz e Ingrid se han sentido solos, abandonados, con la sensación de que los han estafado, de que les han robado media vida sin que nadie ahora los ayude a recuperar la otra mitad. “Es como si los hubiéramos traído a vitrinear: ven todo pero no pueden comprar nada. Salieron de la Colonia para reincorporarse al mundo, para recuperar su vida, pero no pueden acceder a nada”, explica Fernández. Cada trámite es un camino cuesta arriba. La burocracia los abruma. Los cajeros automáticos (donde cada mes sacaban los cincuenta mil pesos de la pensión de los padres de Ingrid) siguen siendo aparatos misteriosos. Desde las ventanillas de las oficinas públicas responden cosas incomprensibles. El dinero siempre es un problema.
Pero tal vez el golpe más duro desde la fuga fue el cambio de actitud de los padres de Ingrid: hace unos meses firmaron un papel que decía que no querían juicios ni venganzas, que sólo querían olvidar y perdonar, y eso mismo recomendaban a su hija y a su yerno, que dejaran las querellas judiciales contra la Colonia. En Krefeld, Alemania, Walter y Mathilde están muy cercanos a la secta de Ewald Frank, un pastor apocalíptico, representante del Movimiento de la Lluvia Tardía. A Frank, que estuvo unas seis veces en la Colonia, se le prohibió la entrada a Chile en 2005. “Fue invitado a la colonia por Hartmut Hopp, bautizó colonos, trató de ocupar el lugar de Schäfer y re adoctrinarlos”, explica Fernández. “Es un quiebre familiar”, comenta Franz. “Ellos ya no nos hablan, pero no es nuestra culpa”. Ingrid lo toma con entereza: “La secta les ha vuelto a lavar el cerebro. También a mi hermana y su esposo [Ruth Szurgelies y Andreas Schmidtke], que dejaron Pucón hace un mes y volvieron a Alemania, de nuevo con la misma gente. No hemos hablado más con ellos”.
Después de vender el terreno de Chiloé (además de la falta de dinero, a Franz no le gustaban los chilotas, le parecían poco trabajadores y engañosos), se trasladaron a Puyuhuapi a mediados del año pasado. “Mandamos nuestras cosas en un camión. Y nosotros nos fuimos en bus. ¡Pero cuánto se gasta en eso, es carísimo! Y es muy difícil la locomoción por allá”, cuenta Ingrid. “Nos llamó en marzo una alemana que vivía en Puyuhuapi, nos había visto en la televisión y nos invitó para su casa. Pero aunque tenía buenas intenciones, no podíamos estar siempre allí. Ella estaba acostumbrada a vivir sola, es viuda. Y tenía sus propios problemas de dinero”. Entonces se fueron a cosechar rosa mosqueta y luego entraron a trabajar en otro fundo, haciendo diversas labores agrícolas y cuidando ganado. La experiencia terminó siendo más o menos la misma que con los Kompatzki en Chiloé: les descontaban dinero del sueldo, los culpaban si el ganado enfermaba. “La gente se aprovecha de la buena voluntad. No podemos trabajar gratis”, reclama Ingrid.
Durante el año pasado hablé varias veces con Fernández. Siempre que le preguntaba por Franz e Ingrid, al abogado se le contraía la cara. “Están mal, muy mal”, decía preocupado. “Es una sensación de impotencia terrible. No poder hacer nada para que legalmente obtengan las compensaciones que merecen y que necesitan”. Fernández los encontró en Puyuhuapi completamente empobrecidos. El dinero de la venta del terreno de Chiloé ya se había esfumado. “Les habían prestado un galpón y allí habían puesto una especie de mercado persa, una venta de las pocas cosas que tenían, para así poder pagarse el viaje a Santiago. Era una cosa tristísima verlos y comprobar que su última experiencia de trabajo había sido desastrosa y humillante”, relata el abogado.
De esa visita de Fernández a Puyuhuapi conservan una foto de ellos tres, al lado de un lago. En la imagen se ven un trío entrañable. Se conocen desde que los esposos escaparon de la Colonia, pero aunque son muy cercanos, Franz sigue llamándolo “Mi Abogado”. Para Ingrid es “Don Hernán”, y se preocupa de que trabaje tanto y que duerma tan poco. Además de todos los casos de la Colonia, que consumen la mayor parte de su tiempo, el abogado trabaja en una asociación para ayudar a menores abusados. Fernández, soltero, sin hijos, es un hombre tenaz, paciente, generoso y risueño, que se implica de una manera poco común con sus ‘clientes’. A veces se levanta a las cinco de la mañana para terminar un alegato y regresa a su casa a las once o doce de la noche. Hace años no se toma vacaciones, y trabaja también sábados y domingos. Sin auto, viaja de Santiago al Congreso en Valparaíso, o a Talca, donde aún se llevan algunos expedientes. En el día, corre de su oficina a la Corte Suprema, donde cada semana debe atender apelaciones, bien la del caso de Efraín Vedder (otro ex colono chileno, hermano de sangre de Franz), bien una petición de extradición de cómplices. Lo suyo es más que una actitud trabajólica. Desde que hace doce años Jacqueline Parada lo llamó y le pidió que representara a su hijo Cristóbal, víctima de los abusos de Paul Schäfer, (“Me dijeron que una mujer me buscaba porque quería un abogado que la ayudara: su hijo había sido abusado en una ciudad del Sur, y yo en ese momento aún no sabía que se trataba de Colonia Dignidad”), Fernández ha hecho suyos todas las angustias y los fracasos de las víctimas, luchando en los tribunales por su causa una y otra vez, sin cobrar nada. “Es difícil descansar con tantas cosas pendientes”, dice.
En la prensa lo han llamado “el cazador incansable”, sobre todo después de haber colaborado activamente en la detención de Schäfer en Argentina. Para algunos, se involucra demasiado; otros creen que vive una especie de apostolado. Para él se trata de una cuestión moral. Más allá de los documentos, los interrogatorios, las declaraciones, los alegatos, Fernández guarda anécdotas personales y emotivas de sus defendidos. De la declaración de Wolfgang Müller (el primer fugado de la Colonia), recuerda cuando éste dijo que había vivido en un país con 4000 kilómetros de costa y nunca había visto el mar (“allí la secretaria anotó: en este momento, el declarante comienza a llorar”, apunta Fernández). Si muestra los informes médicos de los niños abusados, no deja de respirar hondo y advertir: “Son aterradores, es tan fuerte que me da no sé qué mostrártelos. He visto muchos informes, lesiones severas en casos de violaciones a niñas, pero en varones no había visto nada como esto”. De Andreas Schmidtke (el cuñado de Ingrid) cuenta cómo de niño su mayor deseo era tener un reloj, o cómo lo castigaban por no poder hacer determinado ejercicio físico. “Cuando se escapó, jovencito, llegó hasta la carretera, miró a los lados y se preguntó ‘¿Ahora a dónde voy?’. Y se devolvió a la Colonia”.
Fernández es de una memoria implacable. Puede recitar todos y cada uno de los casos que lleva, recuerda todos los nombres, cada cara, se sabe los teléfonos y las direcciones de sus defendidos. Mantiene comunicación con todos, los fines de semana toma un tren y va a visitarlos. “A muchos voy a verlos, para conversar con ellos, porque sienten que pasa el tiempo y no tenemos las indemnizaciones, que era lo que esperaban”. No duda en viajar horas por caminos de barro para encontrar un posible testigo. Los casos para él no son casos. Son personas, y personas que han sufrido mucho. Y aunque a mediados de los noventa recibió amenazas telefónicas y personales (“Me dijeron que los alemanes andaban buscando mi auto para echarlo a perder, cortarle los frenos o algo… y no sabían que yo no manejo”, cuenta divertido), y aunque en algunos de los encuentros que he tenido con él se le nota cansado, uno lo ve hablar de sus defendidos con tal pasión, que no hay duda de que no descansará hasta que las víctimas obtengan sus compensaciones. “A veces hay que tomar decisiones éticas. Yo no he visto en ningún otro país un caso de una organización criminal como ésta, que ha cometido todos estos delitos, pero que aún tiene los medios y la posibilidad de atacar y desprestigiar a los jueces y a los policías”, me dijo hace un año.
Fiesta de bienvenida
El 16 de octubre pasado, Franz e Ingrid tomaron un bus y llegaron con un par de maletas a Santiago. “Trajeron lo mínimo de ropa, algunas artesanías que había hecho Franz, un par de herramientas para los tallados y poco más”, cuenta Fernández. La primera noche no lo encontraron y durmieron en casa de Hans Stange, coautor del libro “Los amigos del Dr. Schäfer”. A la mañana siguiente se mudaron a casa del abogado y desde hace tres meses viven allí, en la pieza de invitados. “Estoy aquí en Santiago esperando que me entreguen lo mío, todos esos años de trabajo. Es lógico irme a donde se vayan a resolver los problemas”, dice Franz. “Tantos gobiernos y no han sido capaces de hacer justicia en la Colonia, gobiernos que sabían, mucho mejor que nosotros, lo que sucedía allí dentro”, apunta Ingrid.
Dos semanas después de la llegada del matrimonio, Fernández organizó en su departamento una pequeña fiesta de bienvenida. Estaba preocupado por el ánimo de la pareja y quería alegrarles con una cena y la visita de algunos amigos. Casi todos los invitados tenían algún nexo con el ‘caso Colonia’: abogados conocedores del tema, amigos del despacho de Hernán, periodistas que han participado activamente en las denuncias, como Carola Fuentes, del programa Contacto.
Ingrid se compró para la ocasión un vestido blanco, muy bonito, levemente transparente. “Si me vieran las mujeres de la Colonia… me dirían de todo”, susurraba con picardía al abrir la puerta y recibir sonriente a los invitados. Ingrid ha estado en pocas fiestas. Podría decirse que esa reunión fue de las primeras a las que asistió. Ingrid nunca ha bailado. Nunca ha ido al cine. “¡Cómo vamos a ir, si no tenemos plata! Pero aún sin tener nada, podemos hacer regalos”, y señala la mesa del living, donde descansan varias botellas de vino de rosa mosqueta que han destilado ellos mismos en Puyuhuapi. Está envasado en botellas de refresco y el olor presagia altos grados alcohólicos. “Esto es vino de verdad. No esos vinos contaminados que venden ahora, todos de mentira”, proclama Franz.
Sobre la mesa también hay dos caballos, tallados en madera, de una minuciosidad y un realismo sorprendentes. Los ha hecho Franz. Cuando alguien se atreve a preguntar si son para vender, Franz niega enfático. Ni el vino ni los caballos son para hacer negocio. “Aquí en Santiago hay que comprar la madera, eso es el único problema”, apunta Ingrid. Pero han encontrado unas bandejas de madera muy baratas en el Jumbo que le sirven a Franz para tallar bajorrelieves y pintarlos. Ingrid las trae desde la pieza. Franz se excusa diciendo que no están terminadas. “Pero se ven muy bien”, dice Ingrid. “Apenas empezó anoche”. Todos alaban los caballos. Franz le quita importancia con un gesto de la mano: “Yo no sé dibujar, no sé nada”. “¿Cómo venden estos platos en el Jumbo, sin nada, sin figuras, sin adornos?”, se pregunta Ingrid. De las pocas cosas que Franz conserva de la época de la Colonia una es su primera talla: un relieve de la cabeza de un zorro. “¡Cuidado, que casi te está mirando!”, dice Franz riendo.
Apretados los diez comensales en el living de Fernández, los Baar muestran sus álbumes de fotos. Tanto a Ingrid como a Franz les gusta mucho hacerse fotos. Una de las cosas que a Franz más le entristece es no tener imágenes de su infancia. “Yo no tenía ninguna foto de mí cuando chico, eso es doloroso. No tenía un rincón con recuerdos”, cuenta Franz. Y como tampoco había imágenes del día en que se casaron, un día en Puyuhuapi se vistieron elegantemente, él con una corbata, ella con una falda, una blusa y una chaqueta, y se tomaron una foto ‘de matrimonio’. No organizaron ninguna fiesta ni comida, como tampoco celebraron cuando se casaron estando en la Colonia. Pero ya tenían su ‘foto oficial’ de boda, tomada por un amigo, con un fondo de árboles y montañas.
La vida en Santiago
Franz aprovecha el tiempo haciendo listas de las cosas que necesitará comprar cuando lleguen las indemnizaciones y pueda tener su propia tierra: un pequeño tractor, una bomba de agua, una turbina para la corriente, semillas; cree que es mejor ir hasta Argentina a comprar la maquinaria, que puede salir más barato. “Lo tengo todo calculado. Si nos pagan como treinta millones por nuestro trabajo de todos esos años en la Colonia, y luego las indemnizaciones por los daños de nuestro cuerpo, es mucha plata”. También escribe cartas, con una caligrafía pulcra. Revisa los planos de la casa que quiere construirse: un dibujo que le hizo un amigo arquitecto según sus indicaciones: una casa de madera de dos plantas, con mucho espacio. “Una casa que no se queme, una casa donde quepan todos”.
“Aquí en Santiago yo aprovecho para descansar mucho”, comenta Ingrid. “Yo estoy muy gastada. Ya no soy capaz de trabajar todo el día. Pero podría organizar a gente y enseñarle cosas. Para eso necesitamos el dinero”, apunta. Ambos están muy seguros de querer volver al Sur. El sueño de los dos es comprar un terreno y formar una especie de granja-escuela. “Para tener de todo: animales, cultivos, pero no sólo para tenerlos sino para mover y enseñar a la gente”, explica Franz. “Quiero tener las puertas abiertas para que la gente trabaje allí, en la casa, en la cocina, en el campo. Es como un servicio que vamos a entregar. Compartir nuestros conocimientos de agricultura, de quesería, de carpintería, y así poder salir más rápido adelante todos juntos. Es como un estudio que no se paga sino que se paga con el trabajo que hagan. Como una escuela. Eso nos sirve y nos basta”.
En Santiago, Franz e Ingrid caminan por una ciudad que les es completamente ajena. Recorren grandes distancias a pie. A veces toman el metro: hay un amigo vigilante en la estación Llano que cuando puede les deja viajar gratis, y se suben a los vagones leyendo detenidamente los carteles de señalización. En la calle recogen ciruelas y damascos para hacer mermeladas y jugos: una mermelada espesa y suculenta, unos jugos deliciosos, suaves, aromáticos. “No es para vender, eso es para nosotros. Hacemos el jugo y la mermelada y entonces no tenemos que comprarlo. Así no se gasta plata”, explica Ingrid. Al Sur de la ciudad han encontrado una avenida llena de árboles frutales y aunque tengan que caminar mucho rato para llegar, les merece la pena, a pesar de que han pasado algunos malos ratos. “Una vez, un hombre detrás del cerco nos retó muy feo por sacar ciruelas, y por qué, si el árbol no pertenecía a nadie”, cuenta Ingrid molesta.
Ingrid y Franz aprenden rápido. Les gusta ver los noticiarios, enterarse de lo que sucede en el mundo, hablar vehementemente de política. Hacen zapping por todos los canales, incluidos los extranjeros que se ven desde el cable de la casa de Fernández. De todos, prefieren los noticiaros alemanes. Ingrid es de una memoria excepcional; aprendió castellano con rapidez y lo habla fluidamente; es ella la que a veces traduce las palabras de Franz. Ingrid está muy interesada en la computación y le digo que puede venir a mi oficina a usar la computadora. Llega puntual cada martes y jueves a las cuatro de la tarde. El primer día vino con le mismo vestido blanco de la fiesta, acompañada por Franz. Mientras ella se abría una cuenta de correo en gmail, Franz la miraba atento desde el otro lado de la mesa, pidiéndole que buscara algunas direcciones de venta de tractores por Internet. A Ingrid le gusta navegar y visitar webs de electrodomésticos. Quiere saber los precios de los hornos y de las cocinas. Para estar preparada para cuando llegue la plata.
Caminan por el Paseo Ahumada. Están buscando ropa para Ingrid y aunque Franz reclama que todo es muy caro, ella dice que lo necesita y se compra un corsé blanco de cuerpo entero. Franz quiere ir a tienda de maquinaria agrícola para comparar precios de tractores, pero no recuerda la dirección. “Yo llegué caminando el otro día, quedaba cerca de los canales de televisión, pero ahora no sé cómo ir”. La calle los abruma. Tanto ruido. Tanta gente. Reclaman que haya que pagar por los baños públicos y huyen hacia las cercanías del Mercado Central en busca de un baño gratis y de una ferretería.
Almorzamos en un pequeño restaurante del centro en el que todo les parece muy caro. Insisten en que es un robo. Tampoco les gustan los platos de la carta. Franz pregunta si hay lentejas con tallarines. Ingrid pide una trucha con quinoa, y luego, mirando la comida con recelo antes de llevársela a la boca, dice que si fuera Inspectora Sanitaria, cerraría ese local. Acostumbrados a las normas de higiene de la Colonia, los delantales y las cofias blancas, estas mesas de madera, imitando restaurantes del Sur, le parecen muy poco higiénicas. Madera llena de agujeros y resquicios donde se acumula la mugre y que no se pueden limpiar. Franz la apoya, y dice que este tipo de cosa imitando rústico, es un engaño. “Lo rústico no es así”, asegura. “Lo rústico es firme. Y no endeble como estas mesas”.
¿Cómo es la vida en Santiago?, les pregunto. Largo silencio. “¿La vida? Esto no es vida. Esto es vida de tortura. Torturar un cuerpo que ya fue torturado, porque lo mío no llega. No es posible que yo aún esté en las puertas de los tribunales cuando los jerarcas de la Colonia, que mataron personas dentro, ahora estén en Alemania viviendo con las platas de nosotros”, me responde Franz con fiereza y dramatismo. ¿Pero no les ha gustado nada de Santiago? “En verdad no, contesta Ingrid, y yo siempre digo la verdad. Sabíamos que la ciudad no nos gustaría, pero es peor de lo que imaginaba. Aquí no se puede trabajar”. Porque para ellos trabajar significa trabajar el campo. Y Franz continúa: “No queremos vivir en la ciudad. Mi libertad está lejos de cualquier territorio encerrado. En una casa sin otras casas alrededor. Porque aquí uno se siente como en la cárcel”.
El futuro y las compensaciones
En diciembre pasado, con 53 años, Ingrid Szurgelis vio el puerto de Valparaíso por segunda vez en su vida. La primera fue en 1962. Pero aquella noche que desembarcó en Chile, tras una viaje de un mes desde Alemania, apenas pudo vislumbrar las luces de la ciudad. Tenía nueve años y la sacaron del barco junto a otros niños alemanes, la metieron en la parte de atrás de un camión cubierto con una lona y la llevaron hacia el Sur, hasta la (en ese entonces) recién fundada Colonia Dignidad. Cuando paraban en puestos de policía, les ordenaban cubrirse con frazadas. “Escóndanse”, les gritaban desde la parte de adelante. Más de cuarenta años después de su llegada a Chile, Ingrid recorre Viña y Valparaíso, acompañada por su esposo Franz y por Fernández, que los ha llevado sabiendo que hace 30 años que Ingrid no ve el mar.
En los primeros días del año la pareja está exultante. Justo después de Navidad, Fernández y el diputado Jaime Naranjo lograron una entrevista con Belisario Velasco, Ministro del Interior, para plantearle el caso de Ingrid y Franz. Puede que se les conceda una pensión estatal. “Debe entenderse que no es un favor. Se trata de una reparación por el daño. El estado debe saldar esa responsabilidad”, asegura Fernández. “Tengo esperanza, ahora parece que las autoridades comprenden la situación de desvalimiento en la que se encuentran. Si no tienen recursos mínimos y no se les apoya, es muy difícil que puedan adaptarse a los sistemas de trabajo normales de Chile. En ese sentido la pensión es un paso concreto”.
Además de esta vía política, que corresponde al Ministerio del Interior, faltaba la apelación en la Corte Suprema de Justicia, para discutir un fallo del juez Jorge Zepeda, encargado del caso Colonia. A fines de diciembre, el diputado Naranjo cuestionó ante la prensa el papel del juez Zepeda y aseguró “que en vez de profundizar las investigaciones, está permitiendo que muchos de los jerarcas, que tienen responsabilidades en violaciones a los derechos humanos, en delitos de estafa, de violación de menores, queden en libertad y regresen a la Colonia”.
El domingo 14 de enero Franz e Ingrid terminaron de preparar la apelación en la oficina del abogado. Franz estaba feliz. “Ningún problema”, dice. “Siento que algo está pasando, es otro clima”. El lunes 15, la Corte falló a favor de los demandantes. “Ganamos. Ahora Zepeda está obligado a investigar los delitos de secuestro y trabajos forzados en el caso de Franz e Ingrid. Los dos estuvieron en el alegato. Se emocionaron, miraron a los jueces, Franz se despidió respetuosamente. Parece que ya va a ser una realidad que se haga justicia con ellos”, cuenta Fernández. “Así que parece que podremos tener dinero para vivir, para comer, para mantenernos”, dice Ingrid sonriendo mientras su marido, en un arranque poético, narra su visión de futuro: “Quiero conversar con los ojos, respirar libre en un campo con animales, para poder mejorar la vida. Más de la mitad de mi vida ya está muerta. Pero somos capaces de remontar. Seguro”. Además, Franz y Fernández tiene el proyecto de crear una especie de albergue de refugiados, una estación de transición para aquellos colonos que deseen salir de Colonia Dignidad e integrarse al mundo.
Claudia Larraguibel