Sprinters, de Lola Larra: la novela y la investigación
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SPRINTERS

Primer Capítulo

I.

Tobias se encargaba de los pollos. Klaus limpiaba las máquinas. Sophia degollaba los cerdos. La especialidad de Rainer era volver loca a la gente.

Tiene esa costumbre, un hábito de años. Cuando hace su caminata vespertina, entra al cementerio y visita la tumba sin nombre. Era una especie de juego que tenían de adolescentes y que ella ha perpetuado. Es una tumba de cemento, con una lápida grande, de granito, con su cruz dorada grabada sobre la piedra y una terminación curva, idéntica a todas las demás, excepto que en ella nunca se inscribió ninguna fecha, ningún nombre. Pero todos saben que la tumba pertenece a Hartmut, el primer niño que había partido así, de repente, tras una jornada de caza. Hasta su muerte, solo habían sido enterrados los ancianos. Los jóvenes estaban entrenados para sobrevivir, trabajar sin tregua, nunca enfermarse. Estaban bien alimentados, respiraban aire puro, todos gozaban de buena salud. Por eso, cuando pasaban por el cementerio siempre se las arreglaban para rozar la lápida (y no es que se pusieran de acuerdo: apenas unas miradas, leves gestos, imperceptibles para los tíos, porque no podían hablar entre ellos). Rozar la lápida era una especie de homenaje al pequeño Hartmut, un conjuro para que no les sucediera lo mismo que a él.

El cementerio colinda con el bosque y está en un lugar privilegiado desde el que se ven las montañas y el río. A Lutgarda le gusta visitarlo sobre todo en esta época del año, sobre todo a esas horas, cuando ya el calor ha bajado y el aire y la tierra y las piedras comienzan a enfriarse. El final del verano deja un polvillo sobre las hojas que las próximas lluvias se ocuparán de lavar. Quiere ser enterrada allí, ojalá en la tercera línea de tumbas, la que tiene menos vista pero que permanece más resguardada, amparada por tres nogales que indican el camino que se interna en la espesura.

Hartmut Münch murió en el bosque, me dice de pronto en un español trabado, de pie junto a la tumba. Y aunque ya conozco dos o tres versiones de esa historia, la invito a hablar. Fue a fines de los 80. Más de 20 años ya, agrega con un suspiro. Dijeron que había sido un accidente, que se rompió la cabeza al caerse de la parte trasera de un camión. Así lo contó a todos la doctora Gisela. Fue ella quien lo atendió cuando llegó al hospital de la colonia. El tío Wohri lo llevó desvanecido en el mismo camión del que había caído y, sin decir nada, lo dejó a las puertas del hospital. Una herida enorme le cruzaba la cabeza, de aquí allá (Lutgarda traza una línea en su propia cabeza, de un costado a otro sobre el parietal derecho). Tenía el pulso y la presión muy bajos, y ya no había nada, nada que hacer. En el hospital intentaron salvarlo, pero falleció media hora después de haber llegado. Tenía ocho años.

Tiempo después, a la policía le dio por hurgar en la muerte de Hartmut. Y llegaban y preguntaban, una y otra vez, cómo había sido, qué había pasado. La doctora Gisela tuvo que desplazarse hasta la comisaría del pueblo y declarar ante un juez (ella, que jamás salía aunque por su rango tuviera per- miso para hacerlo). Nadie había notificado a las autoridades del accidente y ahora reclamaban por ello, nadie entendía muy bien por qué. Tampoco se había hecho autopsia del cuerpo. Simplemente lo habían enterrado de inmediato, en esa tumba sin nombre.

Todos los que se suponía que sabían algo tuvieron que ir a declarar. La enfermera Jetta. Los tíos. Los propios padres del niño. El tío Wohri, no. Porque el tío Wohri falleció en un accidente aéreo pocas semanas después de la muerte de Hartmut.

Lutgarda baja la colina y espanta los mosquitos, como ahuyentando también los recuerdos. A sus pies, en una extensa llanura rodeada de campos cultivados y cercada por dos ríos, se despliega Colonia Dignidad, un poblado grande con casas de dos pisos, alargadas, y con techos de tejas de barro. También hay un estanque, barracones, el granero, las porquerizas, los establos, la fábrica de ladrillos, la lechería. Y, más lejos, la antigua pista de aterrizaje, la escuela y el edificio del hospital, ahora abandonado.

A fines de febrero los pastos están amarillentos y las cosechas recolectadas, la tierra preparada para el otoño. Lutgarda admira desde esa vista privilegiada su pueblo, su hogar. Allí ha vivido casi toda su vida. En contadas ocasiones ha salido, y solo dos veces por cuenta propia.

Camina unos pasos delante de mí. Se parece mucho a su hermana Agnes: es una versión más delgada, más alta, sin lentes, pero con la misma frente cuadrada, los mismo ojos –azules, siempre entrecerrados–, la nariz de punta abultada y el mentón grande y masculino. Hago el cálculo. Agnes me dijo que su hermana era cuatro años menor que ella. Entonces Lutgarda y yo debemos tener casi la misma edad, descubro sorprendida. Pero ella se ve, cómo decirlo… más gastada. No solo se trata de la ropa. Yo uso jeans, zapatillas, camiseta, más o menos la misma ropa que llevaba cuando tenía 20 años, si bien ya he pasado los 40. Ella viste una blusa con botones cerrados hasta el cuello y unas botas de trabajo que desentonan con su falda floreada y su delantal. Lo mismo que usaría a sus 20, supongo. Aquí todas las mujeres visten igual, tengan la edad que tengan. Los mechones de pelo, que sobresalen del pañuelo blanco amarrado en la cabeza, son grises. Mi pelo es uniformemente caoba; me tiño religiosamente cada dos meses, me pongo cremas y siempre uso protector solar. Su rostro, arrugado, con surcos profundos alrededor de los ojos y un incipiente damero dibujado en las mejillas, tiene ese tostado que no es el color parejo de unas vacaciones sino el quemado de la exposición constante al sol y al viento y al frío.

Me digo que ya he cumplido con mi parte. Le he traído el chelo de su hermana. He acarreado el instrumento casi 400 kilómetros en mi pequeño automóvil. Se lo he entregado. Accedí incluso a acompañarla en esta caminata. Pero tengo ganas de irme cuanto antes. Es la segunda vez que estoy en la colonia y no tengo nada más que hacer aquí. Traje el chelo, el objeto de una disputa que ha separado a las hermanas por años, y también una carta. Con ella, Agnes reanuda la correspondencia que mantuvo secreta- mente con su hermana desde que se escapó de la colonia y que terminó con el incidente del chelo. No sé exactamente qué dice la carta, pero –Agnes más o menos me lo contó– es una propuesta de reconciliación. Agnes no quiere seguir peleada con Lutgarda, su hermana pequeña, la más querida. Menos ahora que ha decidido perdonar todo lo que pasó. Olvidar. Perdonar. Hacer las paces con el pasado.

Desde que escaparon de la colonia, Agnes y su marido deambularon por todo Chile buscando un lugar, una casa, la posibilidad de una vida. Cuando los conocí, malvivían en Chiloé, pero antes ya habían pasado por dos o tres lugares y en cada sitio las experiencias fueron desastrosas. Luego los reencontré en Santiago, abrumados e infelices, viviendo allegados en casa de Fernández, el abogado que los representa. Allí los frecuenté muchas veces y después les perdí la pista. Hasta hace dos semanas. Pura casualidad. En las afueras del supermercado en el que hago la compra cada sábado, la vi. Agnes estaba en el paradero de micros. Me reconoció al instante, aunque había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos habíamos visto. Yo la reconocí también: es inconfundible. No se parece a nadie. El pelo encanecido y ralo, acomodado primorosamente con un cintillo infantil; los lentes setenteros, enormes, rosados. Su ropa pasada de moda, las sandalias con calcetines. Su manera de estar en la calle, entre admirada y espantada. Le pregunté cómo se encontraba. Por formalidad, con temor a que una vez más me hiciera sentir que le debía algo, que ella y su marido necesitaban algo que yo podía pero no quería dar. Me abrazó, y sentí que realmente estaba contenta de verme. Le dije, tal vez porque quedé atribulada con el abrazo, que me habían invitado a Parral a dar un curso. Fíjese, qué ironía, voy a tener que volver allí, agregué. Se apartó un poco y me miró de arriba abajo.

Entonces puedes llevarle el chelo a mi hermana, soltó de pronto, tan contenta y tan tajante, con aquella inocencia y aquella seguridad de cosa ya decidida, que tanto me incomodaba el tiempo en que los frecuenté.

¿A la colonia? ¿A tu hermana que vive en la colonia?

Sí, sí, contestó, feliz. Y entonces fue cuando me contó a tropezones que por fin ella y su marido habían encontrado un lugar, un buen lugar, una comunidad armoniosa, con gente buena, dispuesta a ayudarlos. Se estaban mudando a una finca en Pirque. Y ella necesitaba deshacerse de aquel chelo. Y también hacer las paces con Lutgarda.

Yo rebusqué en mi memoria. Intenté visualizar las decenas de páginas en las que había transcrito las entrevistas informales que le había hecho a Agnes a lo largo de varios meses. El incidente del chelo estaba en alguna parte.

Cuando Agnes y su marido se enteraron de que los jerarcas de la colonia habían declarado la apertura, la pareja se atrevió, por primera y única vez, a regresar a aquel lugar en el que habían vivido y padecido la mayor parte de su vida, para pedir que les devolvieran sus cosas. Agnes se quedó en el portón y Lukas, su marido, entró para recoger los pocos objetos que les quedaban. Lutgarda no alcanzó a verlos. Estaba en la montaña, recogiendo piñones. Lukas cargó con algo de ropa y con el chelo. Cuando en la tarde Lutgarda regresó y le contaron que Lukas se había llevado el instrumento, maldijo por horas y envió a Agnes una carta despiadada en la que denunciaba que su marido había robado un instrumento que pertenecía a las hermanas. Agnes, intentando hacerla entrar en razón, respondió que el chelo era suyo, era ella la que sabía usarlo, no Lutgarda; echaba de menos tocarlo, agregó conciliadora. Pero Lutgarda nunca respondió. Desde entonces, las hermanas no se habían comunicado.

El sol se ha puesto y la noche llega despacio, azul, morada, negra. A nuestra espalda, en la cordillera, varios relámpagos iluminan el valle. Una tormenta de verano, exclama Lutgarda. Se ríe como una niña y con los ojos cerrados levanta su cabeza al cielo, anhelando esa lluvia generosa que se llevará todo el polvo.

La caseta de la entrada está rodeada por un muro de piedra del que cuelga una placa de bronce que anuncia a los visitantes la entrada a Villa Baviera.

–Me gustaba más Colonia Dignidad, el nombre original –deja caer Lutgarda cuando pasamos junto a la placa.

–Bueno, no hubo más remedio que cambiarlo –le contesto, aunque ella ya lo sabe. Ponerle ese nombre de fantasía fue una artimaña cuando perseguían a los jerarcas por diversas querellas fiscales a principios de los 90. Pero Lutgarda mueve una mano restándole importancia a mi explicación y me pregunta por mi película. Durante unos segundos no entiendo la pregunta, no comprendo de qué habla.

–Agnes me contó en la carta quién es usted, que se conocieron porque está haciendo una película sobre nosotros. Que son amigas. Por eso le encargó traerme el chelo. Jamás lo hubiera entregado a alguien que no fuera de confianza.

–Esa película nunca se hizo –le digo.

Hacía más de tres años que el guión que había escrito sobre la colonia estaba archivado en alguno de los despachos de los varios productores por los que había pasado el proyecto.

–¿Por qué? –me pregunta incrédula–. Después de tanto trabajo, tanta gente con la que habló…

–No había dinero –le explico.

–Allá afuera el dinero siempre es un problema –dice meneando la cabeza. Y entonces medita un rato largo–. Ya no le interesamos a nadie, ¿verdad? Creo que nos han olvidado. Así mejor. Mucho mejor.

Nos quedamos de nuevo en silencio.

–¿Va a estar en el pueblo mucho tiempo? –pregunta al cabo de un rato.

–Solo hasta el sábado. Voy a dar un taller en la biblioteca. Cuando termine, regresaré a Santiago

–¿Un taller?
–De guión. A gente del pueblo.
No sé si Lutgarda me ha entendido. No creo que haya visto muchas películas, tal vez ninguna. No sé si sabe lo que es un guión.

–El guión es como la columna vertebral de una película (¿lo es?) –comienzo, pero me interrumpe, alegre:

–Como lo que hizo usted con nuestra historia…

Más o menos. O sí, eso es.

Lola Larra